EL NACIMIENTO
Mi hija nació
como todos los niños.
Tendrá pies fuertes…
Jeny Mastoraki, “La alegría de la maternidad”
–¡Empuja!
Fenáreta escuchó la orden como si viniera desde muy lejos, o como si no fuera dirigida a ella. Se encomendó a Ilithya, la protectora de los partos, la hija de Hera. Veía luces que brillaban, como moscas pequeñas bailando frente a sus ojos. Intentó frotárselos, pero le habían atado las manos. Los oídos le zumbaban. Un sonido agudo nació en su estómago y salió por su boca, y escuchó que le gritaban que hiciera silencio, que dañaba a la criatura. Un dolor intenso, perdiéndose en sus huesos, caminando por su ano, desgarrándolo, le atenazaba, finalmente, la garganta. Gritaba, aullaba, y sus gritos se mezclaban con otros, y con voces que no lograba reconocer. Cuando se dio cuenta de que sólo veía las luces pequeñas y algunas siluetas esfumadas, el miedo la envolvió con su manto helado y asfixiante.
Después de tironear con fuerza durante minutos, sintiendo el ardor de la piel rasgándose entre sus piernas, logró soltar su mano derecha, pero en lugar de frotarse los ojos como era su deseo, la mano bajó con voluntad propia hacia la vagina, y Fenáreta sintió el líquido empapándola. Enseguida, pasó la mano por los ojos, con desesperación, y gritó:
–¡No veo! ¡Por Ilithya, no veo!
A sus palabras le siguió el silencio. La parturienta sintió crepitar su dolor. Cuchicheos atrás, adelante, a los costados. Y sus gritos. Una voz de mujer, dulcemente, le habló:
–Un poco más, amiga, un poco más y ya estamos.
En ese momento, sintió que el estómago se le salía, y resbalaba entre sus piernas, y empezó a ver cómo el dolor se alejaba. Escuchó las voces entremezcladas:
–Nació. Es un hombre, Fenáreta. ¿Cómo se llamará?
–Sócrates –dijo una mujer, susurrando–. Pero falta mucho para que se le dé su nombre en el décimo día…
Luego, lejana, perdiéndose, Fenáreta oyó su propia voz:
–Le debemos un gallo a Asclepio.
Le acercaron a los labios el recipiente de arcilla. Un líquido amargo. Lo tomó lentamente, y la somnolencia sobrevino en pocos minutos, mientras una voz susurraba “Imhotep reblandece incluso las piedras”, y otra, casi como respuesta, “que el recién nacido tenga su Quirón, como Asclepio, y como a Asclepio, lo circunde la luz hoy, y alivie los sufrimientos de la humanidad mañana”.
Unas manos la tomaron, haciéndola girar y colocando su cuerpo de costado. Oyó las congratulaciones por la tarea bien realizada, las risas de felicidad, y enseguida, las órdenes de colocar una rama de olivo en la puerta de la casa, porque había nacido un varón. Luego, Fenáreta sintió que se hundía en la nada, mientras oía los comentarios: “El niño ha nacido cuando comienza el día, justo con la caída del crepúsculo”. “Y ha nacido en la primera década del mes, en la noumenia, la luna oscura será su diosa”. “Ha nacido en el mes justo, comienza el invierno, las semillas están ocultas y prontas”. “Es auspicioso”. “Tendrá muchas semillas ocultas, prontas a dar sus plantas y luego sus frutos”. “Ha nacido con el año”. “Pasaron doce klepsidras desde la salida a la puesta del sol, ha nacido cuando el día nuevo comenzaba”. “Asclepios, engendrado por Apolo, educado por Quirón, recibió de Athena la sangre de la Gorgona. El niño le está dedicado. Tendrá medicina e inmortalidad en él”. “Es un niño feo”. “Todos los niños lo son”. “Ha nacido en el mes del gran sacrificio, comeremos carne este mes”. “Fenáreta no comerá, ella no come carne”. “Debe comer ahora, por el niño”. “No lo hará”. “Que Artemisa, protectora de los partos y de los niños, proteja al recién nacido”. “Artemis, diosa de las transiciones y de las máscaras, te dedicamos este niño”.
Fenáreta despertó varias horas después. Ya era la madrugada. Una comadrona que estaba sentada a los pies de la cama en vigilia, se levantó y la aseó. Fenáreta le tomó una mano a la anciana y le preguntó:
–¿Cómo está el niño?
–Mejor que vos, mi señora –respondió la mujer con una sonrisa pícara.
Una vez realizada la tarea, la mujer se retiró, deseando a Fenáreta una noche tranquila y apacible.
Sin darse cuenta, Fenáreta comenzó a pensar en Epimeteo y en Pandora, quizá porque abrir una caja es una cuestión de esperanza, como tener un niño, se dijo. Pandora no trajo los males a la humanidad, sino que guardó para todos la esperanza en la caja. Sus pensamientos discurrían sin que ella se lo propusiera. Ella supo cerrar la caja a tiempo. Ella buscó conocer, y supo guardar. Y sólo Epimeteo fue capaz de ver a Pandora. Ni siquiera su creador la vio realmente, como no la vio tampoco Prometeo. Pandora, madre de todas las mujeres… No somos una plaga, como Eurípides hace decir a Hipólito, somos las nacidas en el amanecer, como la Pandora hecha por Fidias: allí está, entre Helios y Selene. Y está a la altura de nuestras miradas, en la base del Partenón. Es lo más bajo, es verdad, y por ello lo más accesible y lo más humano.
Nosotras, las mujeres, las hijas de Pandora. Las que podemos ser repudiadas sin razón, a las que nos casan a los quince años sin consentimiento. Nosotras, las que salamos los pescados y recogemos el cereal. Las que hacemos panes de cebada, de avena, de trigo. Las que les ponemos miel. Las que los hacemos más digestivos con levaduras. Anunciamos que los pescados están servidos, que no tarden los señores porque se enfrían. Y se calienta el vino, y se endurece el pan, gritamos. Y agregamos: hay queso, aceitunas, trufas, verduras rellenas de ajo y miel, atunes, ostras y jureles listos junto a cebollas deliciosas, rayas, colas de tiburón, escorpenas, percas, lagartos de mar, pauros, trencas marinas, salmonetes, murenas, esparos, escaros, alosas, quisquillas, peces voladores, pulpos, jibias, langostas, lenguados, aphyes, agujas, mújoles, anguilas. Apúrense, hay una oca cebada, dos puercos, seis corderos, carne de oveja, de jabalí y de cabra, gallos, patos, perdices… Y corremos de aquí para allá, que todo esté listo y a tiempo, justo en su punto, sin un más y sin un menos.
Colóquense pescuezos de grulla, así saborean el alimento por más tiempo. Recuéstense, coloquen el cuerpo descansando sobre el brazo izquierdo, y preparen su mano derecha para tomar lo que más desean (¡ah!, si siempre pudiéramos reclinarnos y tomar lo que más deseamos con sólo estirar la mano derecha). Coman, coman, hombres, mientras en la cocina la esposa vigila la salsa de huevos y la carne asada, para que esté en su justo punto, miel, aceite y pimienta sobre la carne dorada.
Han querido que nos enseñen sólo a bordar, tejer y cocinar, pero hemos aprendido a pensar mientras hacíamos las tareas que se consideran propias de mujeres. Quizá ha sido una suerte que hayamos sido educadas por mujeres, y que no hayamos ido a la escuela, ni se nos haya dado la instrucción que se da a los varones. Quizá ni siquiera hubiéramos podido conservar nuestros pensamientos, quizá hubiéramos perdido nuestros ojos de mujer en esas escuelas para hombres…
Nos casan con alguien desconocido, y quien nos entrega en matrimonio, sea hermano, padre o tutor, espera que engendremos varones. Sólo se nos permite salir para las celebraciones religiosas o para los grandes acontecimientos familiares. No podemos asomarnos en los banquetes hechos en casa, ni asistir a aquellos a los cuales van nuestros esposos. Ya lo dijo Hesíodo, que los hombres se casen a los treinta años, pero nosotras, a los quince, para mejor ser domesticadas. Las cortesanas dan placer, las concubinas, cuidan, y las esposas damos hijos. Éste es nuestro mundo. Si nos divorciamos, adquirimos mala fama, y no podemos repudiar al marido. Pagamos por un esposo, que es en realidad el amo de nuestro cuerpo por toda la vida. Ellos dicen que es dura la vida de ellos, por ser soldados, pero no querrían parir si se les diera a elegir.
–Has despertado Fenáreta –la voz la sobresaltó–. ¿En qué pensabas?
–En el niño –respondió rápidamente, sonriendo. Y preguntó a continuación–. ¿Está bien?
–Sí, es fuerte y gordo.
Fenáreta se rió y luego, frunciendo el ceño, preguntó:
–¿Dime, ¿tú sabes hacer bien las bolitas de garbanzos?
–Pues… –la mujer parecía sorprendida–, tomas los garbanzos remojados toda la noche en agua caliente…
–Sí, en agua caliente, porque en agua fría quedarían duros, una vez me quedaron crudos por eso… –Fenáreta parecía pensar en otra cosa.
–Sí, es verdad. Más o menos una medida y media de garbanzos. Tomas pan viejo, un trozo, y tomas los garbanzos y los mueles bien en el mortero junto con el pan remojado, pero que no tenga mucha agua.
–Pero… los garbanzos hervidos…
–No, no, los garbanzos sólo remojados. Debe quedarte una pasta fina. Una cebolla mediana y cinco dientes de ajo, también los mueles bien en el mortero.
–¿Junto con la pasta de garbanzos y pan?
–No, aparte. Pones en esa mezcla un poco de hierbas verdes aromáticas, e incorporas esta mezcla a la de garbanzos. Añades hierbas de ultramar, comino, coriandro, en semillas molidas. Tienes que tener trigo hervido al vapor y molido, del cual separaste antes el salvado: una cuarta parte de la medida que usaste de garbanzos. Agregas un poco de levadura. Mezcla bien todo con tus manos y enmanteca un recipiente. Te humedeces las manos y armas bolitas del tamaño de una nuez y las colocas en el recipiente. Puedes prepararlo muchas horas antes de comerlas, son muy ricas. Las fríes en aceite de olivo bien caliente. Debes mantenerlas en un lugar caliente.
–Sí, las he comido varias veces. Las comeré pronto nuevamente.
La mujer miró a Fenáreta y le sonrió, afable.
–¿Acaso tienes hambre, Fenáreta?
–No. Sólo pensaba en algunas cosas, por eso te he preguntado sobre la cocina… ¿Y acaso no hay en el mercado harina de garbanzos?
–Sí, hay.
–¿No se puede usar eso?
–Tienes razón, mujer, no lo había pensado…
–¿Tú las comes con pasta de berenjenas?
–Con lo que sea, solas también. Me gustan mucho. Y si las sirves con lechugas, y las salseas con lo que quieras, crema de leche por ejemplo, son un manjar de los dioses
–De los dioses no creo, pero que son exquisitas, eso seguro… No veo a los dioses comiendo garbanzos…
–¿Por qué no?
–Tienes razón. Por qué no.
–Fenáreta, devuélveme el favor luego con alguna de tus recetas
–Claro. Por qué no –respondió, riendo amablemente