Friday, July 15, 2005

Stella Accorinti, SOCRATES, 3

FENARETA




[…] pero tú tienes los cabellos
[…]
propios para coronas de flores bien lozanas […]
No tengo, Cleis, de dónde hacerme
para ti con un tocado multicolor[…]

Safo
Mi madre se parecía a mi abuela Filista, ambas fueron parteras. Era mi madre de aspecto frágil, baja de estatura, pequeña, con manos huesudas y dedos largos. Siempre dejaba crecer cuidadosamente la uña del dedo pulgar de la mano derecha. Mantenía esa uña como si fuera un espléndido tesoro. Y lo era. Con ella muchas veces rompía la bolsa de las parturientas.
El cabello oscuro de mi madre permanecía siempre recogido, lo que me permitía observar la concentración de sus rasgos, mientras preparaba los elementos para el parto. Los largos lienzos, enrollados en un sector alto de la casa, fueron motivo de fascinación para mí por muchos años. Los lienzos y la marmita de tres patas en la que calentaba agua caliente. El paño blanco con el que envolvía su cabeza antes de ir a la casa de la que estaba por alumbrar. El cuidado riguroso con el cual lavaba sus manos, pasándoles antes y después del lavado cenizas que ella misma recogía del lado suroeste del Olimpo, en los viajes que hacía sin dejar de visitar a las comadronas de Megara, de Tebas, de Delfos, de Phthia y de Larissa, viajes en los que se turnaban con las parteras de Corintos y de Mantinea. Hoy, que mi madre está enterrada entre el Lycabetos y el Keramikós, conserva aún su marmita, con la cual la enterré.
Tenía mi madre la piel color de aceituna. Así decía ella. Y decía que el color de mi piel era aceitunada también. Tenía los ojos rasgados, con una mirada dulce, igual a la de mi abuela materna. Su cabeza estaba siempre ligeramente ladeada hacia la derecha, como si quisiera reposar en el hombro en cualquier momento. Fue ilustre en el Attika no sólo por su belleza, sino también por su fuerza para enfrentar todos los problemas. Reía habitualmente de lo que a los demás les parecía un desastre sin remedio, y con su risa disolvía el carácter tétrico o demasiado pesado de lo que se le relataba, y aligeraba las cargas de los mortales. Ella decía que su buen humor era un regalo que en la cuna le había hecho La que Vino de la Espuma. Era una de sus frases preferidas, la otra era que los olivares no eran su obligación. Era su modo de unir a Afrodita, la hija de Uranos nacida de la espuma, y a Atenea, la que nos regaló el olivo.
Coleccionaba espejos de bronce y de plata. Su preferido tenía un codo de alto, y ella lo llamaba pigmeo. Realizado en bronce, estaba sostenido por una imagen de Afrodita, que tiene en la mamo derecha una paloma con sus alas plegadas. El pie derecho de la bella entre las bellas se adelanta apenas. La imagen está sobre un pedestal de tres patas. Sobre su hombro izquierdo, cuelga del espejo una imagen de Eros alado. Algunas pequeñas flores y dos cuadrúpedos pequeños adornan los laterales, y encabeza todo el decorado una sirena que despliega sus alas.
Usaba aros de cerámica, que le hacía mi padre, pero nunca se ponía dos aros iguales, y a veces incluso, usaba uno solo, grande, en el que estaban representadas cinco diosas, igual que en el ánfora que prefería para transportar agua.
Sé que tuvo tratos, e incluso amistad, con las mujeres de los bárbaros, y cierta vez, a escondidas de sus conciudadanos, asistió a una boda entre sus amigos extranjeros, que me narró varias veces con lujo de detalles. Sé también que no era verdad lo que declaró, ella no era ya estéril cuando empezó a ejercer como comadrona. Pero era necesario que lo dijera.
Bailaba mi madre con gracia en las fiestas en honor a Dionisos, el nyssos de Zeus, aquel que es doblemente hijo de Zeus, como solía decir ella. No faltaba nunca ni a la Pequeña ni a la Gran Dyonissia. Era refinada y hermosa para bailar –oh, sí, ya sabemos que quien no baila es poco refinado, y no es educado. Ella era todo eso, y mucho más, porque además de saber bailar, lo hacía con elegancia. Antes de casarse con mi padre, mi madre solía ponerse su mejor túnica y bailaba en las Panatheneas, así como también gustaba de bailar en las fiestas de Artemisa, de Deméter y de Era. Le brillaban sus enormes ojos cuando contaba cómo conoció a sus amigos de comarcas lejanas en los bailes de Delfos. Bailaba para nosotros algunas noches la danza de la serpiente, y yo, siendo niño, palmoteaba de alegría cuando ella imitaba los movimientos que había hecho alguna vez Teseo en Delos, cuando inventó esta danza, el baile del laberinto, como decía mi madre, la danza de Teseo que él ofreció a los dioses como agradecimiento por haberlo salvado. Y así formábamos un círculo por las noches: ella, sus amigas y varios niños, entre los cuales tuve la suerte y el honor de estar. Entrelazando los brazos, o tomándonos las manos, tomados de los hombros quienes podían, bailábamos hasta tarde cuando no había hombres en la casa. Mi madre era siempre la conductora del grupo, y todos seguíamos sus pasos. La bella Fenáreta era así la reina de la noche. Mientras bailaba, invocaba a Terpsícore, la musa de la danza,. Ella decía que los helenos teníamos más de trescientas danzas diferentes, pero creo que ella exageraba un poco, por su pasión por el baile, que la llevaba a bailar a las islas y a las aldeas, de donde volvía con nuevos pasos y nuevo semblante. Allí ella, que descendía de los egipcios, como casi todos nosotros, y como casi toda nuestra cultura, parecía más egipcia que nunca. Más morena que nunca, más helena que nunca, más egipcia que nunca. Athenas es negra, y el color oscuro en la piel es una de sus bellezas.
Mi madre realizó su iniciación en Eleusis, como todos nosotros, pero ella continuó bebiendo el kykeon después de eso: comer hongos es parte de la religión, y mi madre, como Perséfone, también se iba en una época del año a otras regiones, en busca de hongos que usaba una parte en sus pedidos a los dioses, y otra parte en preparaciones para las parturientas. Los hongos eran una comida importante para mi madre, quien jamás les temió, como suelen temerlos las personas del común. Ella sabía distinguir las propiedades de los hongos, tanto las culinarias como las farmacéuticas y las religiosas. Solía preparar los hongos con aceite de olivo, o con agua, y a veces los comía frescos o secos. Cuando preparaba infusiones con hongos que guardaba aparte, eran momentos especiales, y ella realizaba esa tarea con mucho cuidado. Esta infusión era trasladada en tinajas especiales a las Dyonisias, porque no se puede honrar a los dioses por largos días sin preparación y sin ayuda. Previendo que la infusión se terminara, las mujeres avezadas en los hongos juntaban orina de quienes habían ingerido la mezcla, y la tomaban, ya que surte los mismos efectos. Además, tomar la orina del embriagado es participar doblemente de la fiesta a los dioses, crear una comunidad y prolongar los efectos de la comunión mediante la donación y la generosidad.
Y también es generoso compartir el agua que se exprime del hongo. Y el mejor modo de oír al daimon es ayudándose con hongos. Porque oír a los dioses no es tarea simple, nuestros oídos están cerrados, y algunas bebidas especiales nos ayudan a abrirlos. Por eso Démeter se vale del kykeon para aparecerse a los humanos, así como nos ayuda el aceite narcótico del narciso. Por eso invocamos a Dafne, Narciso y Jacinto, mientras Mirra y Leucótoe nos dan sus humos, y danza la ninfa Minte en la olorosa menta del kykeon. Pero el kykeon es degustado por quienes así desean hacerlo. Nadie es obligado, y ni siquiera es animado a hacerlo. No es como cuando la Hélade obliga a sus aliados a adoptar la democracia, ni como cuando siendo niños somos obligados a ir a la escuela…
Mi madre amaba la cocina. Ella sabía preparar el caldo negro de Esparta con sabiduría. Mezclaba la sangre de los animales, las hierbas aromáticas y el vinagre, y dejaba hervir adentro las carnes que luego preparaba en conserva. También cocinaba exquisitos caldos claros, de hierbas, que eran sus preferidos. Presentaba en la mesa el sencillo pescado salado como si fuera un festín de los dioses. Sabía aplastar la carne hervida de cerdo para mezclarla luego con grasa y con hierbas secas y desmenuzadas, formando una pasta suave y apetitosa. Tenía aceite con ajo siempre preparado en vasijas que usaba sólo para eso. Con ese aceite pintaba las carnes, dándoles un sabor especial y un aroma delicioso. Pero el rey en su cocina –así como sus ungüentos de belleza– era el aceite de olivo, el árbol que nos obsequiara Atenea, cuyo aceite ilumina nuestras noches como corazón viviente de las lámparas, y cura nuestras enfermedades, presente en casi todas nuestras medicinas de frotación, y en los cuerpos listos para competir de nuestros atletas.
Mi madre utilizaba siempre el aceite de olivo en la cocina, en su recipiente preferido para contener el maravilloso líquido generosamente obsequiado por las aceitunas. Ese aceitero tenía pintados cuatro hombres en la cosecha del olivo. Uno, con una pértiga, sacudiendo un árbol, otro, de cuclillas, debajo, recoge las aceitunas que caen, el tercero, sobre el árboles, instiga a las ramas más alejadas para que entreguen su fruto, y el cuarto, vigila la tarea atentamente, con su pértiga ligeramente inclinada, dispuesto a ayudar apenas haga falta.
Conozco los secretos del aceite. He participado en la molienda de la aceituna, que hacíamos el mismo día de la recolección para tener así el mejor aceite. Las recogíamos cuando ya casi todas estaban maduras. Lo mejor es recogerlas amorosamente con las manos, y no sacudir demasiado los árboles, para no dañar los graciosos frutos del árbol de Atenea. Elegíamos las mejores aceitunas para el mejor aceite, y comenzábamos la tarea de molienda. Colocábamos las aceitunas en el molino, las aplastábamos cuidadosamente, y luego, dejábamos reposar la pasta, hasta que el aceite se separaba del agua. Así obteníamos oro líquido, como llamó Homero al aceite de olivo.
(Mi padre hizo varias aceiteras que dibujó y pintó tomando como modelos a los olivares, y cada una de ellas tiene un nombre que le di siendo pequeño: Bosques de olivos, Bosque de olivos con personas recolectando, Bosque de olivos con cielo, Bosque de olivos con cielo de aceitunas, Bosque de olivos y naranjas, Olivos, Olivos contra la cuesta de la montaña y Olivos con cielo y limones).
Mi madre amaba el aceite de oliva también porque es un remedio contra muchas enfermedades. Aplicado en los sabañones, alivia las molestias que ocasionan en las manos y en los pies, alivia las piedrecillas en los riñones tomar cada mañana una cucharada de aceite de oliva con limón, y aplicado en el estómago, macerado con algunos vegetales que mi madre conocía bien, alivia los malestares digestivos. Ella aliviaba el dolor del reuma con un cocimiento de col, cebolla, zanahoria y zumo de limón. Añadía gotas de aceite de olivo y debía tomarse una medida de vasija de sopa cada hora. La hinchazón es rebajada con premura atando paños embebidos en aceite de oliva y colocándolos sobre la parte del cuerpo afectada.
Mi madre decía que quien tiene aceite de oliva en su casa logra la prosperidad, y que jamás debemos estar sin aceite. Siempre comentaba frases sobre el aceite: aceite y luna, tiempo de aceitunas; si hace frío en el año, habrá buena cosecha de aceitunas; el aceite quita toda enfermedad; quien castiga a sus olivares, castiga su patrimonio; aceite y vino, bebidas de lo divino; la mejor cocinera, la aceitera; el mejor aceite del olivo a la prensa y de la prensa a lo oscuro, casa del padre, viña del abuelo y olivares del bisabuelo; si quieres llegar a viejo, aceite guarda en tu cuerpo, y muchos más, que hablan de la sabiduría de las costumbres y los usos de nuestro pueblo.
Moler con las ruedas de piedra las aceitunas, sentir el ruido del peso de las piedras sobre los frutos generosos. Las ruedas enormes y pesadas se mueven lentamente, rompiendo la pulpa blanda y pronta a regalarse, y la pasta se va formando. Dejar que descansen los animales que han ayudado en esta primera parte de la ceremonia, y pasar luego la pasta a la prensa para separar los líquidos, y guardar cuidadosamente el sólido para usarlo en las lámparas, llevando el resto al decantador para que allí la naturaleza separe la tercera parte de aceite que nos regalaría, el oro verde amarillento, el oro dorado y luminoso del aceite de los olivares… Y qué poco piden los dioses, sólo que pongamos el aceite a resguardo de la luz, del calor y de los olores fuertes. Poca cosa para tan soberbio regalo.
Mi madre colocaba en sus baños una mezcla de leche y aceite de oliva, que mantenía su piel hermosa y fresca. En sus cabellos, antes de lavarlos, echaba una mezcla de un huevo, algo de vinagre y el doble de aceite de oliva. Su cabello se mantuvo hermoso hasta su muerte, así como su piel. Cada cuatro lunas, ella frotaba su cabello con una mezcla tibia de cinco porciones pequeñas de aceite y dos huevos, y lo lavaba después de un rato.
Sus comidas preferidas eran varias, pero le gustaba sobre todo hacer conservas. Hervía vegetales con agua con sal y vinagre y luego los colocaba en recipientes que usaba sólo para esos fines. Una capa de aceite de olivo, ajo triturado, picantes, una capa de vegetales, que cubría con aceite y ajos nuevamente, y así hasta completar. Luego cerraba herméticamente el tesoro. Algunos duraban muy poco cerrados… A medida que comíamos los vegetales, trasvasaba el aceite sobrante, y colocaba en ese aceite diversos tipos de carnes, asadas o hervidas, que tomaban el aroma y el sabor del aceite así preparado.
Las verduras fritas en aceite tienen un sabor especial, y totalmente diferente si se colocan en aceite frío o en aceite caliente, y la textura de los huevos fritos es diferente hechos con el aceite frío al colocarlos para la cocción, o bien colocados en el aceite ya en ebullición. Todos estos pequeños secretos los aprendí mirando cómo cocinaba la mejor partera de Athenas, mi madre.
Transformar el alimento crudo en cocido es mágico. Metamorfosear las verduras en una hermosa ensalada es tarea de sabios. Transformar el grano del trigo en un pan kyllastes, o en cualquiera de las diferentes clases de panes, supone un conocimiento milenario. Tener pan en la casa significa que no hay miseria en ella, y si falta es la mayor de las desgracias.
Convertir en puré las lentejas y los garbanzos para comerlos untados en el pan, con aceite y ajo, es una delicia de pobres y de ricos. Asar y hervir cebollas parece tarea simple, pero es parte de un arte para nada menor, el de la cocina. Cultivar puerros, rábanos, cebollas ajos y pepinos, berenjenas, habas y garbanzos es tarea de artífices, que contemplaban la Luna para ver cuándo está hermosa, dialogan con ella y se dejan guiar por sus consejos. Los sabrosos frutos de la naturaleza luego serán nuestra comida. Y es tanta la maravilla que hay en ello, que luego de comer un fruto podemos plantar la semilla, y ver nuevamente crecer la planta, en un ciclo de vida sin fin… Quien siembra ajos siembra comidas, siembra medicinas y siembra otras plantas que crecerán luego, y que ya, de alguna manera, crecen en esta que estamos sembrando. Plantar una semilla dura es ya plantar el árbol de alguna manera, y verlo crecer es sentir su latido, sus movimientos, sus sufrimientos y alegrías, y hacerse eco de la voz del dios que los habita.
Conocer el alma de las plantas es dejar que nos hablen, saber cómo pueden curarnos o matarnos, alimentarnos o hacernos padecer. Melones, higos, melocotones, uvas, manzanas, todas ellas son frutas que nos acarician el paladar y nos deleitan la vida. Apreciar los sabores que degustan otras culturas nos abre la mente a lo diferente; así, comer habas de Egipto nos dice muchas cosas de ese pueblo sabio, nos murmura secretos al oído acerca de sus cosechas, de su río protector, de sus dioses.
Saber los múltiples usos de la leche es de una sabiduría especial. Leche natural o leche agria, ambas son importantes, quesos duros y blandos, de olor suave y de fuertes aromas, mantecas. Leche de cabra y de oveja. Leche con su gusto del ordeñe o leche endulzada con miel. Huevos de aves domésticas o recogidos de los nidos silvestres, preparados de diferentes modos, en conservas, recién hechos, rellenos, hervidos, fritos, encerrados en arcilla, rellenos a su vez de pasta de aceitunas y nueces.
Recoger la miel de las abejas, la cera y el propóleos. Preparar jarabes y dulces con miel. Utilizar la cera para mezclarla con aceite de oliva, para untar las manos resecas por la arcilla. Abrirse a la magia del propóleos: cura quemaduras tanto como hongos de la piel, quita el dolor de garganta, cura la tos, expulsa los malos espíritus de las enfermedades de los pulmones, vuelve bella la piel, desinfecta heridas. Los egipcios usan el propóleos en sus muertos, a los que untan con generosidad con varias capas de este regalo de las abejas.
Todo lo que se puede comer también cura o mata. El azafrán es un aditivo precioso para las comidas, y a la vez es antiespasmódico y diurético, ayuda a las mujeres con sus dolores menstruales y da buen color al rostro. Dicen que también estimula la lujuria, y que preparado de cierto modo, produce risa continua que puede llevar a la muerte. Lo cierto es que quien tiene una dieta sana está en armonía con el cosmos, porque regula su cuerpo oyendo la música de la naturaleza, cuidándola y permitiendo ser cuidado. Si cuidamos a los animales y los respetamos, y comemos todo lo demás que la diosa nos ofrece, obtenemos la bondad y alejamos los males, o al menos somos parte de la bondad. Eso creo, pero también creo que cada persona debe hacer según su propio conocimiento, y obrar de acuerdo con el bien, aunque creo que no hay bien alguno en matar a los animales. Matas a un animal y ya nada queda de él, no puedes regresarlo a la vida de ninguna manera, pero cuando comes un vegetal, puedes plantar su semilla. Sí, quizás esto no sea un buen argumento… Una vez una mujer me dijo que quien no comía animales privaba de vida a muchos que no nacían por esta decisión… Nunca me convenció eso, no creo que un animal que no ha nacido sea igual a un animal nacido, pero quizá no haya argumentos acerca de no matar a los animales para comerlos, quizá sólo hay decisiones acerca de cómo queremos vivir… Se debería comer poco, sencillo, en pequeñas cantidades, y sólo productos de la estación y del lugar. Eso haría que vivamos con lo necesario. Es tan poco lo que necesitamos para vivir. Y hay tanto de superfluo en lo que la Hélade consume…
Todas éstas y muchas más fueron enseñanzas que mi madre me dejó como su preciado legado, y que yo guardo en mi corazón para siempre.

Sócrates deja de citarle al esclavo y se distrae con una nave que se acerca al puerto.

Pasan un anciano y un joven, y Sócrates les pregunta:

–¿Qué es una madre?
–Una mujer que tiene hijos –le responde el joven.
–¿Y si una mujer quiere tener hijos es una madre?
–No, no lo es, porque podría querer tenerlos, y no por eso es madre.
–Sólo das vueltas en círculos. ¿Y si una mujer no quiere tener hijos?
–Entonces no es una mujer –dice el anciano.
–¿Cómo es eso?
–Ser madre es la finalidad de la vida de toda mujer –afirma con énfasis el hombre.

El joven se queda callado y observa, moviendo la cabeza en señal de duda.

–¿Y si una mujer no quisiera tener hijos?
–Ella no se convertiría en una mujer, siempre dependería de su padre.
–Pero ella puede casarse y no tener hijos.
–Eso es imposible, ella es sólo un vientre que aloja; la vida está en la simiente del padre, los hijos son del padre y es él quien decide si han de generarse los hijos. El hombre es el sol y la mujer es la tierra. Sócrates, qué preguntas son ésas. Ya sabemos a cuánto desorden conducen las mujeres que se rebelan contra la idea de tener hijos. La polis necesita orden, y en eso las mujeres colaboran teniendo hijos, cuidando la casa y al esposo. Todas deben ser como Penélope.
–¿Deben ellas esperar a su esposo por veinte años mientras él está con otras mujeres?
–Por supuesto. ¿Acaso, Sócrates, estás queriendo generar el desorden con tus ideas?
–Yo sólo pregunto
–Es mejor que te fijes bien qué preguntas.

Y acomodándose el tribón sobre el hombro izquierdo con fuerza, el anciano se alejó. El joven se quedó mirando a Sócrates, quien le preguntó:

–¿Y tú qué piensas?
–No lo sé… Pensaré tus preguntas y mañana te veré en el ágora.

Se aleja con paso rápido, intentando alcanzar a su compañero, cuyo manto se divisa al final de la calle. Pero antes de llegar a él, se da vuelta y echa una mirada rápida hacia atrás.

Sócrates toma una hierba que sobresale entre dos piedras, la arranca y comienza a masticarla, mientras observa el navío que se acerca al puerto del Piraeus. El esclavo se da cuenta de que Sócrates ha comenzado uno de sus períodos de ensimismamiento, por lo que se sienta a esperar que el anciano despierte de su sueño de ojos abiertos antes del anochecer…

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