SOCRATES' LIFE, BY HER VIEW, Stella Accorinti
"Caramba, cuántas mentiras ha contado de mí ese jovenzuelo"
[Sócrates habla de Platón, en Diógenes Laercio, Vida de los filósofos]
EL HALLAZGO
Por las noches hago trabajos peligrosos.
Ato grandes cuerdas
de ventana a ventana
y cuelgo diarios clandestinos.
Jeny Mastoraki, “La alegría de la maternidad”
Jantipa deja los rollos escritos que lleva bajo el brazo en un rincón del cuarto del gineceo. Deambula de un lado para otro, secándose las lágrimas. Con movimientos ausentes, presiona los broches que sostienen la túnica sobre sus hombros. Se ajusta una y otra vez el cordón que rodea la cintura del vestido que ha elegido para hoy, de color azul, mientras camina con la mirada perdida hacia uno de los rincones del cuarto. Toma algunos objetos de quien también había sido esposa de Sócrates y que ahora yace en la habitación contigua. Acomoda varias veces el vestido rojo que la muerta había usado tres días atrás. Acaricia con cuidado algunos rectángulos de tela que vistieron el cuerpo vivo de la sobrina de Arístides, y que tantas veces fueron enrollados para armar la túnica sobre el moreno y delgado cuerpo.
Los largos dedos de Jantipa abren un perfumero y el aroma se esparce por la habitación, entregando el aroma del beso de Eros a toda la sala. La mujer mira la escena pintada en el lekytos, y rodeada por la fragancia tenue, observa a Afrodita hiriéndose un dedo con la espina de la blanca rosa, y ve cómo la sangre de la diosa Pandemo ruboriza a la flor para siempre. Abre un segundo perfumero, y el aroma de los mirtos le presenta a Afrodita nuevamente, huyendo de los sátiros y escondiéndose en la mata de flores, y luego, agradecida, dando su aroma a las bellas flores. Afrodita Urania, la celestial y sin mezcla, y Afrodita Pandemo, la que oye a su cuerpo, huían de los sátiros, para mejor encontrarlos, piensa Jantipa… Las dos Afroditas son una, se dice, sólo una diosa, sólo una mujer. Y sus atributos, la manzana, la concha, el delfín, el gorrión, la tórtola, el mirto, la amapola y la rosa, son todos maneras de nombrarla.
Perfumes y ungüentos comprados en el ágora, en el mercado de ultramarinos, hirientes olores, maravillosas tersuras, finas mezclas, texturas de amor y pasión. Perfumes cretenses, perfumes sirios… Aromas para los humanos y para los dioses, ofrenda de olores y de humos. En ese momento, Jantipa se da cuenta, por primera vez, que las siete formas de frascos para perfumes adornan el cuarto. Pasa sus manos por ellos, los levanta, destapa algunos, los acaricia con su túnica, los limpia con cuidado, los acomoda. Sus preferidos son los trece lekytos que tienen su lugar de honor en esta estancia, amos del cuarto. De cuello largo, se posan elegantemente sobre la superficie que los refleja. Ellos se miran en ella, un poco de costado, disimuladamente, y comprueban una y otra vez su perfección. Jantipa sonríe ante sus pensamientos: los perfumeros están deseosos de que sus tapas sean levantadas por algún hombre refinado a quien le guste perfumarse los pies.
Mira la hydria, a un lado de la kliné mayor, luego la crátera de volutas que está junto al taburete de patas primorosamente trabajadas y se sobresalta porque resuenan ante ella las palabras tantas veces dichas por la morena mujer dueña de los perfumes: “No hacen falta cráteras, a mí me gusta el vino sin agua y no soy bárbara”. Es que las mujeres no necesitamos alejar el sueño para permanecer en el symposium hasta el amanecer, murmura Jantipa. Por eso no aguamos el vino, se dice, y no por compartir o no gustos con los bárbaros…
Al ritmo del recuerdo, sus ojos se posan en la crátera de campana que está en un rincón, la de mayor altura, preferida de la muerta, y nota que no está vacía. Se acerca y ve que adentro hay varios rollos, cuidadosamente envueltos. Saca un atado de pergaminos y los despliega en el suelo, pero al ver el contenido, los toma con cuidado y los lleva hasta la kliné. Va hasta el rincón adonde había dejado los rollos que traía al entrar a la habitación, y tomándolos los transporta también, y los coloca junto a los que había encontrado dentro de la crátera. Separa los rollos, y despliega el primer pergamino del hallazgo, lentamente, como en una ceremonia, y lee, azorada, mientras estira nerviosamente, una y otra vez, el extremo de la sábana que sobresale debajo de dos cojines superpuestos, en los minutos que le deja libre la acción de desenrollar los escritos:
“Fui una de las esposas de Sócrates. Viví muchos años con él, desde muy joven y hasta mi madurez. Fueron años de largas conversaciones. Siempre he pensado escribir acerca de mi esposo, pero recién he hallado momentos para hacerlo ahora, en mi vejez. Tomé la decisión de escribir sobre Sócrates algunos años antes de su muerte. Vi a su alrededor, zumbando como moscardones, a sus discípulos ricos. Vi a estos hombres, los escuché y leí en sus corazones. Y supe que algunos de ellos, con seguridad, escribirían sobre mi esposo. Quizá por aquello de que la oportunidad tiene un mechón de pelos en la frente y es calva detrás.
Soy una mujer. Es por esto que escribo. Escribo porque supe mucho antes de que sucediera, que se escribirían muchas mentiras sobre mi marido, sobre lo que decía, pensaba y hacía. Los hombres, en esta época que me ha tocado vivir, en este tiempo en que la suerte me ha echado, tienen el poder. Y la escritura es uno de sus medios de poder. Pero yo no he tomado la decisión de escribir para quitarles el poder, porque no es pasando de manos lo que nos maltrata cómo lograremos cambios. He decidido escribir sólo para dar otro punto de vista. Quizá mi punto de vista es sólo el de alguien que habló en privado con un ser humano, y sólo contaré anécdotas, ideas, conversaciones, pensamientos.
No diré cuál de de las esposas de Sócrates fui, porque decir el nombre es cosa propia de hombres. Ellos colocan su nombre en sus escrituras, porque saben que uno más es un poco más de poder. Pero nosotras simplemente deberíamos extendernos como manchas de aceite, buscar la paz, la concordia, la bondad y el pensamiento que cuida de todo lo que vive. Esto es contrario a esculpir el nombre, es diferente de escribir el nombre.
Así pensaba también mi esposo. Por eso él se negó a dejar algo escrito, para no integrar el panteón de los hombres, porque él creía en la tradición oral como una fuerza que tenemos las mujeres, como algo que podría ser de todos, los letrados y los iletrados. Pero él no vio que se apropiarían de su pensamiento. Él no vio que dictar a un esclavo los pensamientos era un tarea que otros harían para su provecho.
Las mujeres somos pacientes y tiernas y dulces, pero también somos astutas como la serpiente, por ello supe enseguida que la figura de mi esposo sería presentada con la mirada de un hombre. Pero él tenía el pensamiento de una mujer. Y siempre se preocupó por nuestra situación en la Hélade. Sé que nada de eso se dirá de él, por eso yo lo diré. El nunca aprendió a escribir, dejó que los esclavos escribieran. Pero yo aprendí a escribir, porque no me fío de dictar mis pensamientos a otros, como hacen los que piensan y no escriben. Ellos tienen el pensamiento como un lujo, y la escritura es tarea que mandan realizar. Para mí, el pensamiento no es lujo, sino necesidad. Y la escritura va junto con el pensamiento. Por eso, dejemos que los hombres libres piensen y que los esclavos escriban. Nosotras debemos hacer las dos cosas. Ni Helenas ni Penélopes, o ambas a la vez. Y quizá también somos Ariadna, Yocasta, Pandora, Nausíaca, Medea, Ifigenia, Hero, Fedra, Electra, Eco, Dafne, Clitemnestra, Casiopea, Calipso, Atalanta, Aracne, Níobe, Antíope, Helena, Danae, Antígona, Leda, Anticlea, Circe, Europa, Io, Andrómeda, Andrómaca, Casandra y todas las Bacantes y las Amazonas, y a veces tenemos que ser Sémele, y otras veces, Tione. O Harpías o Sirenas o Gorgonas o Grayas. Y a veces, todo a la vez. De primera generación, somos a veces Deméter, Hestia o Hera, otras, somos de segunda generación, y entonces somos Athena o Artemisa. Y en la tercera generación, después de habernos parido varias veces, nos parecemos más a lo que soñamos ser, más nosotras mismas que nunca. Porque las mujeres somos más nosotras mismas que nunca cuanto más parecidas somos a aquello que soñamos ser.
Soy una mujer helena. Soy igual que un esclavo. Como ellos, yo también puedo dedicarme a esta tarea de esclavos que es la escritura. Las mujeres de mi tiempo somos la pertenencia de los hombres. En este mi tiempo, en esta mi Hélade, las mujeres y los esclavos somos botines de las guerras que generan los hombres. Las mujeres no entendemos las guerras ni queremos las guerras, sólo queremos la paz, y aunque los hombres rieron con Aristófanes cuando él presentó su Lisístrata, muchas mujeres llorábamos cuando nos contaban la obra, o cuando alguna que sabía leer se las leía a las demás. Porque el sentimiento de búsqueda de la paz es algo que está en nuestro pecho. Y mientras los demás ríen, nosotras lloramos.
Nosotras, las mujeres de la Hélade, nosotras, las esclavas de nuestros maridos, y antes, las pertenencias de nuestros padres o de nuestros hermanos, sabemos que el único modo posible de ser libres es que no exista el poder. Mientras haya barcos guerreros, mientras la Hélade siga conquistando territorios o teniendo la idea de conquistarlos, mientras los asuntos del Estado sean dirimidos por los hombres, mientras las mujeres debamos ocuparnos de la casa, de los niños y de todas las minucias necesarias para que los hombres tengan tiempo libre para sus asuntos, mientras el pensamiento que cuenta sea que el hombre es protector, que nosotras somos protegidas, mientras debamos sacar tiempo de nuestras tareas cotidianas para escribir, para pensar, para soñar, mientras debamos escondernos para hacer lo que nos gusta, mientras debamos pedir permiso y disculpas por todo lo que a los hombres les parece mal de nosotras, el mundo funcionará como hasta ahora, es decir, mal. Será un mundo donde unos pocos disfrutan de mucho, y donde la mayoría no tiene lo necesario, ni en lo material ni en lo espiritual. Mientras nos prohíban hacer lo que queremos, aunque a nadie dañemos, y nos prohíban decir lo que pensamos, estaremos bajo el dominio de los hombres, que actúan con nosotras como padres, como si fuéramos niñas para siempre, aunque seamos ancianas.
He nombrado a los hombres muchas veces. Pero es bueno decir, quizá, que cuando una mujer se sienta en los banquetes con los hombres y disfruta del poder en soledad, ella no nos representa, sino que ha sido absorbida por los hombres, y ella es un hombre. Y cuando un hombre tiene pensamiento cuidadoso, y accionar delicado, y cuida a los demás como una madre, ese hombre es una mujer. Lo cierto es que hay pocas mujeres sentadas en los banquetes, casi ninguna. Y que hay pocos hombres cuidadosos, sobre todo en los hechos. Así es que quizá no debería preocuparme por estas aclaraciones. Porque lo cierto es que, aun mi esposo, que fue un hombre bueno, disfrutó del poder de los hombres, por ser un hombre. Y aunque trató siempre de ser buena persona, no siempre lo logró.
Nosotras, las mujeres, queremos liberar a la paz de la cueva en la cual la guerra la tiene prisionera. Pero la guerra no está sola, los hombres están de su lado, ellos quieren más territorios, más esclavos, más propiedades. Más guerra. Y nosotras, todas devenidas Lysistráte, deberíamos confiscar el dinero, para que no haya cómo comprar armas. Quizá haya que eliminar el dinero de la faz de la Hélade… Deberíamos estar más allá de Lisístrata, deberíamos lograr un cambio que no regrese nunca más al estado de cosas actual…
Es por todas estas cosas que he escrito lo que a continuación puede leerse. Y lo he escrito sobre todo pensando en todas las mujeres que conozco, las otras esclavas como yo, las que no somos ciudadanas –a pesar de ser personas igual que los hombres–, las que somos parte de los bienes de los hombres, las que a veces ni siquiera podemos hacernos cargo de nuestra casa, sino sólo ser esclavas en ella. Pero no se les ha ocurrido prohibirnos pensar. O no han podido. Y entonces pensamos. Y escribimos. Muchas de nosotras escribimos desde pequeñas, y nos pasamos nuestros escritos entre las amigas, y entre las esposas de un mismo esposo. Y nos ayudamos de ese modo, hablando, opinando, conversando, diciéndonos qué nos parece esto o aquello. Y así sobrevivimos. Y así vamos construyéndonos la vida que nos niega esta sociedad de hombres, esta sociedad injusta entre las injustas: la sociedad helena, o, como nos dicen algunos bárbaros, la sociedad griega.
Hoy, que comienzo este escrito, siento que es el día de mi liberación.
Sócrates siempre decía que la felicidad era estar en paz con los propios demonios, tener en sí mismos buenos demonios, hacer que nuestros demonios sean buenos guías, y respetar a los dioses. La felicidad, decía, es posible. Y agregaba, en verdad os digo que es más fácil ser feliz que ser infeliz, porque la felicidad no es algo lejano e imposible, sino lo más cercano, y la felicidad es tener el oído atento a la palabra de los dioses y a los susurros de los daimones. Felicidad es tener buenos demonios, repetía. Eso espero de este escrito: que tenga buenos demonios…”.
El texto continuaba, y Jantipa lo leyó hasta el final. La fecha era de unos pocos días atrás. Jantipa tembló de pronto, pensando en su amiga, que había estado escribiendo hasta el momento en que la muerte la vino a buscar. Hubiera querido decirle que había estado equivocada, y compartir con ella su pesado secreto: Sócrates había dejado su pensamiento escrito, dictándole durante mucho tiempo sus ideas a un esclavo, y luego a ella misma. Jantipa rememoró su imagen sentada frente a su esposo, escribiendo durante horas.
Miró los rollos con los cuales había entrado al gineceo. Allí estaba todo cuanto Sócrates le había hecho escribir. Se pasó la mano por la frente una vez más y puso lado a lado los rollos con la obra de los esposos, y sintió un peso enorme y tangible en la espalda. ¿Qué hacer con esto? Quizá acudir al hijo de Critón en esta hora, como una madre a un hijo. Y también a Esquines. Se abrazó a los rollos y lloró. Haría conocer estos escritos, se dijo a sí misma. Se prometió hacerlo en nombre de Teano de Crotona, de Aglaonice de Tesalia y de Aretea de Cirene, mientras apartaba las lágrimas con un rápido movimiento del dorso de su mano. Y en nombre de la bella y dulce Aspasia. Jantipa guardó su hallazgo en el kibotos, y mientras se agachaba y limpiaba mecánicamente las patas del mueble, pensó en el esclavo que le había enseñado a leer y escribir, y murmuró: “También lo haré en su nombre”. Salió del cuarto, y al pasar al lado de su lebes nupcial, que estaba en el cuarto de la autora muerta, lo acarició con cuidado.
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